Nunca pensé que una tormenta me despertase contigo a mí lado.
Ni que la lluvia susurrase que te habías perdido y encontrado por mil caminos
equivocados, que aunque ya no te acordases habías aparcado tu mirada cerca de
la mía. No te esperaba aquella noche, bueno, en realidad no te esperaba
ninguna.
Sonabas como un piano mal afinado. Habías perdido la armonía
de tus palabras. Parecías un errante de esos que saben a dónde van pero lo
olvidan todo el tiempo. No parecías tú, pero sin embargo podía olerte con los
ojos dormidos y el alma despierta.
Me gustaban los pianos, me hacían temblar las teclas a mí
alrededor al son de las gotas que caían lentamente al vacío a través de tus pestañas.
Me hacías temblar, y tú eras el único que parecía tener frío de verdad.
Siempre había soñado con ser parte de la sinfonía de tus
dedos. Anidar entre tus cuerdas vocales porque me adormecía oírte tatarear
canciones que inventaste las noches de invierno. No quería recuperarte, de
ninguna manera. Sólo quería tocar(te) el piano.
Coloqué mis manos sobre las tuyas, alineando dedo con
dedo, con una simetría que parecía hasta dolorosa. Me cobijé en el arco de tu cuerpo
y esperé. Hasta que empezó la melodía . Con cada movimiento
ibas enloqueciendo. Me gustaban aquellos sonidos que se entrelazaban con tu
respiración.
Mis dedos bailaban con los tuyos, a una velocidad lenta y
desmedida. Daba miedo saber que cuando la canción acabara te levantarías y
reptarías entre la lluvia.
Se apagó todo. La luz, el cielo, la habitación, el piano tú
y yo. Las teclas no paraban de sonar en mis oídos ni tampoco en tus manos.